lunes, 5 de diciembre de 2016

Ramón Peña / En pocas palabras: Posverdad

La mentira, como forma de manipulación de la emoción, el resentimiento y hasta las supersticiones, no es un fenómeno nuevo en la historia política mundial. Sin embargo, hacía falta que se manifestara ostensiblemente en hechos de trascendencia planetaria, como la elección del Presidente de Estados Unidos, o la  intempestiva separación de Gran Bretaña de la Unión Europea, para convertirse en una categoría socio política universal.
El fenómeno ha dado origen a un neologismo, la Posverdad. La Fundación del Español Urgente (Fundeu), esa institución que vigila el buen uso del idioma Español en los medios de comunicación, se ha apresurado a definirla como “Lo relativo a las circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos a la hora de modelar la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal.”  Ya es un vocablo de moda internacional, en Francés lo llaman post factuelle y en Inglés post-truth.  El Diccionario Oxford lo ha calificado como la palabra del año.
La trascendencia de esta expresión deviene de sus efectos en la vida de los ciudadanos. Concretamente, de su influencia sobre la voluntad de votantes en elecciones y referendos, cuando sus preferencias son manipuladas con embustes y medias verdades para obedecer a lo instintivo, antes que a  la razón y a la lógica.  Afirmaciones del discurso político que no pueden apoyarse en la realidad, pero que predominan 
En nuestro país la posverdad es de vieja data. En 1998 Hugo Chávez convenció a una mayoría– incluida una buena parte de nuestra clase media ilustrada- de que la peor plaga, causante de todas nuestras dificultades, era el sistema democrático de partidos políticos. Sus mentiras germinaron el revanchismo emocional. Ojalá la miseria de toda especie que ha engendrado aquel engaño, haya creado en nuestra sociedad los anticuerpos para no recaer después que concluya la presente pesadilla.

Posverdad: un 'palabro' complejo que trata de explicar los dos acontecimientos políticos que nos han descolocado presente y, probablemente, futuro: el Brexit y la victoria del Donald Trump. 2016 marca un antes y un después en el comportamiento de la opinión pública, convertida en un ente impredecible y hasta peligroso. “Si les decimos lo que mejor les conviene”, se preguntan los políticos del pasado, “¿por qué votan lo contrario?”.
Explicado de manera sencilla: entramos en unos tiempos en los que lo que importa no es tanto la verdad, los hechos objetivos, sino las emociones y las creencias personales. Ya no tomamos decisiones sopesando pros y contras, sino llevados por los sentimientos. De esta forma, aquellos líderes y lideresas que sepan cómo tocarnos la fibra sensible del amor o del odio lograrán nuestro voto mucho más fácilmente que aquellos que traten de convencernos con la aburrida sensatez de la lógica y las verdades científicas.

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Este asunto de las mentiras o de las medias verdades tiene larga tradición en política. Sin embargo, ahora se ve reforzada por unos votantes que desisten de censurar a los políticos que mienten y del imperio mediático del Internet, un espacio en el que la falsedad campa a sus anchas. Hace tiempo que la red nos divierte con su imparable torrente de rumores, insultos, chistes, falsas noticias y parodias, un universo mucho más morboso y divertido que le gana la partida a las noticias “de verdad”.El imperio de lo emocional conecta justamente con nuestro yo más infantil, el mismo que ya no puede escribir un mensaje son utilizar emoticonos. Rehuimos la complejidad, el aburrimiento, las dificultades. Queremos diversión, soluciones fáciles y rápidas, que todo cambie y cambie sin parar. Sin embargo, esta constante apelación a lo sentimental, al amor forofo o el odio desaforado, abre la puerta a un efecto absolutamente perverso de nuestra infantilización: si sólo importa nuestro confort emocional, pasa a darnos un poco igual si lo que nos cuentan es verdad o mentira. Cuando Donald Trump habla, sus votantes sienten que lo que dice es verdad, aunque sus afirmaciones no tengan ninguna base real.

La situación es tan grave, que Google ha prometido que restringirá los anuncios en las webs que viertan noticias falsas. Al mismo tiempo, un grupo de trabajadores de Facebook ha creado un comité no autorizado por su fundador que propondrá medidas para rastrear los bulos publicados en el news feed. Twitter ha redoblado sus esfuerzos para prevenir los linchamientos políticos, sexuales raciales y se ha unido a Facebook, Google y medios como el New York Times para intentar vigilar y neutralizar los bulos peligrosos.
¿Tendrán algún éxito estas iniciativas? ¿Realmente nos importa si es verdad o no una noticia, o nos limitamos a reírnos, escandalizarnos o detestar a sus protagonistas? ¿Es factible que nos bajemos de este carrusel de emociones que nos depara la red (y la televisión) cada día? Parece difícil. Todo parece indicar que nos estamos construyendo nuestro propio Matrix de posverdades, burbujas de bulos y falsas creencias que, de momento, siguen hinchándose sin límite a la vista. Los expertos dicen que, desde ya, la verdad se ha convertido en un lujo al alcance de los pocos, cada vez menos, que saben encontrarla y entenderla.

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